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Diario de una pandemia: sentimientos encontrados, emociones reveladas, valores recuperados y carencias manifestadas.

El Dr. Carlos Panizo Santos, hematólogo de la Clínica Universidad de Navarra y miembro del Comité Científico de la revista Panacea, firma la sección Punto de Vista de la revista Panacea, especial COVID.

“Este es mi testimonio sobre cómo he vivido personalmente toda esta situación del COVID en el ámbito de la Clínica Universidad de Navarra (CUN) y desde una especialidad (la Hematología y Hemoterapia) que no ha tenido la visibilidad de otras que han estado en primera línea, pero que ha estado involucrada tanto en el diagnóstico analítico como en el diseño de tratamientos de estos enfermos. Y, además, inmerso en un entorno familiar sanitario. Poco entraré en cuestiones técnicas, hablaré sobre todo de sentimientos.

Recuerdo que mi primera sensación fue de desconcierto viendo las noticias que llegaban de China, y de alarma cuando el New EnglandJournal of Medicine publicó rápidamente los primeros trabajos sobre el entonces brote epidémico del COVID-19 en Whuan. Me acuerdo que pensé: “para que lo publiquen tan rápido en el NEJM, esto tiene que ir muy en serio”, pero por otra parte mi cerebro me decía: “igual será como la preocupación que hubo por gripe A, o el ébola… tranquilo”. Cuando llegaron las noticias del brote en Italia ya estaba claro que más pronto que tarde nos iba a tocar lidiar con el virus, así que fue momento de ponerse a estudiar y recabar información científica sobre la enfermedad, cómo podía afectar a mis pacientes inmunodeprimidos, o que estaban bajo tratamiento de quimioterapia, los tratamientos que se estaban haciendo en China, etc.

Indignación, desamparo y miedo

Cuando ya la pandemia se instala en España mis sentimientos cambian hacia la indignación, el desamparo y el miedo. Los que trabajamos con pacientes infecciosos (los hematólogos lo hacemos con muchísima frecuencia) sabemos que para controlar la expansión de los gérmenes que se transmiten por el aire hay que realizar un estricto aislamiento respiratorio. Mi indignación aparece cuando veo que al poder público le interesan más los réditos políticos que el bienestar sanitario de la población retrasando deliberadamente los mecanismos previstos para el control de la difusión de la pandemia y fomentando la participación social en manifestaciones y eventos deportivos. Comienzan a ingresar los primeros pacientes y simultáneamente van enfermando también familiares y compañeros del ámbito sanitario, la inmensa mayoría por haberse expuesto a pacientes infectados sin que se les hubiese advertido sobre las medidas de protección adecuadas o directamente sin habérselas proporcionado. Me resulta difícil describir la situación vivida, sobre todo al principio, con una sola emoción. He visto en mis compañeros, en mis familiares, en mis pacientes y desde luego he percibido en mi propio interior sentimientos de desamparo, incomprensión, tristeza, y miedo. Sobre todo, miedo. Quizá no tanto al contagio y a tener que padecer en propias carnes la enfermedad -riesgo que uno ya tiene asumido con los años de profesión- sino a “llevar a casa” la enfermedad y poner en riesgo a la familia con la que se convive, inocentes que se ven expuestos a la infección por la profesión que ha elegido el cónyuge, el progenitor o el hijo. Bien es verdad que conforme avanzaba la epidemia se tomaron iniciativas y se pusieron a disposición de los médicos hoteles para tratar de paliar este riesgo. Mejor tarde que nunca.

Orgullo por la profesión

La epidemia avanza, se incrementa el número de sanitarios infectados y hay que recurrir a otras especialidades para cubrir los puestos de primera línea. Aquí mi sentimiento es de orgullo hacia el ofrecimiento voluntario de los residentes y de los médicos más jóvenes a ocupar esos puestos. Sé de algunos que dejaron sus rotaciones o trabajos en el extranjero para ofrecerse a acudir a donde fuesen necesarios, acabando alguno asistiendo en el IFEMA de Madrid. Y digo orgullo también hacia nuestro sistema MIR de formación por el trabajo bien hecho. Al final los residentes, los médicos jóvenes en general, no son sino “esquejes” de sus mayores y maestros. Algo habrán visto en el ejemplo profesional de sus maestros, algo les habrán, les habremos, hecho vivir, algo habrán aprendido a nuestro lado para que en situación tan adversa sientan la llamada del servicio hacia el paciente, hacia la sociedad. No quiero olvidar tampoco el orgullo de pertenencia a la profesión médica que sentí por la valentía con que se ofrecieron los médicos jubilados para trabajar contra la epidemia allí donde fuesen necesarios.

Reorganización y repuesta

Con los residentes fuera de sus propios servicios y como en la CUN van ingresando cada vez más enfermos infectados, toca reorganizar todo: la hospitalización, las consultas, el laboratorio… en particular pensando que los pacientes hematológicos que trato, por inmunosuprimidos, tienen un alto riesgo de contagio, y en caso de contagiarse, de que la evolución sea desfavorable. Y pensando también en el riesgo de contagio de los profesionales que hemos de atenderlos. En la CUN enseguida se nos recomendó el uso de mascarilla, decayó el uso de la corbata, sustituido por la obligatoriedad del pijama quirúrgico, se obligó al lavado de manos a la entrada, se limitó el número de acompañantes, se realizó despistaje clínico a todos los pacientes que accedían… Al poco se crean dos hospitales con circuitos completamente independientes, COVID y COVID-free en una sola estructura física, en la medida de lo posible se instauran turnos de trabajo presencial y teletrabajo, se promueve la realización de teleconsultas con los pacientes que no pueden o no deben acudir a la clínica… La sensación percibida ha sido la de una institución con agilidad y cintura para adaptarse rápido a estas nuevas necesidades, sacando de donde no había para proteger a enfermos y personal, ofreciendo y poniendo material y estructuras a disposición de las autoridades sanitarias públicas.

Solidaridad sin fronteras

Diría que el sentimiento predominante con mis compañeros hematólogos de España y Sudamérica ha sido el de solidaridad. Como ya he señalado, la pandemia podía crear muchos problemas a nuestra población de pacientes principalmente mayores e inmunodeprimidos. Ese temor compartido ha hecho que de forma espontánea se difundiese entre nosotros una solidaridad fraternal que propició la organización de grupos de teleconferencias y whatsapp internacionales para poder pedir o recibir opinión, crear protocolos de actuación comunes, generar registros con los datos de los pacientes afectados…

Podemos asegurar que paraguayos, chilenos y argentinos tomaron medidas a tiempo, aprendiendo con humildad y por adelantado de lo que estaba sucediendo en España. Bien es verdad que mi especialidad no ha estado involucrada en la primera línea en el tratamiento de los enfermos infectados, pero si puedo asegurar que la actividad en retaguardia colaborando tanto en el diagnóstico analítico como en el diseño de tratamientos, o en la preparación de ensayos clínicos ha sido febril y efervescente. Por su pertinencia o su originalidad, de entre todas las actividades en las que nos hemos visto inmersos en la CUN en el ámbito de la Hematología, particularmente me gustaría destacar tres que han incidido directamente sobre los pacientes infectados: el diseño de los protocolos de anticoagulación para enfermos de COVID-19, la puesta en marcha de tratamientos con células dendríticas inmunomoduladoras y el desarrollo de tratamientos con anticuerpos donados por pacientes que han superado la enfermedad.

Sentimientos encontrados

No obstante, si para algo ha servido el inmenso impacto que el COVID-19 ha tenido sobre el sistema sanitario ha sido para poner en evidencia sus carencias. Afortunadamente no ha quedado más remedio que jubilar rápido el mantra de que “en España tenemos la mejor sanidad pública del mundo” que, de tan evocado interesadamente, había calado en la sociedad como verdad absoluta e inefable. Tampoco creo que se nos deba una consideración de héroes, ni que nuestro destino se encuentre en el martirio en el trabajo. Ni siquiera que seamos los mejores médicos o enfermeros del mundo como he escuchado. Desde luego, sí que hemos dado muestras de ser, al menos, tan esforzados, generosos, abnegados y eficientes como los de otros países europeos de nuestro entorno. Pero los más infectados del mundo. Y todavía no he escuchado una explicación mínimamente científica para esto; irracionales, vergonzantes e incluso humillantes, varias. Mucho menos algo de humildad, una disculpa, una autocrítica; porque algo no se habrá previsto, planificado o realizado, o algo se habrá hecho mal, para que uno de los pilares de nuestro sistema sanitario, el de sus trabajadores, haya quebrado llevándose la vida de no pocos y la salud de otros muchos de nosotros.

Por eso, el aplauso al que asistimos puntualmente a las 8:00 PM todos los días, me genera sentimientos encontrados. Cuando veo a cada persona aplaudiendo, a mi vecina de enfrente, a la abuelica que sale al balcón del chaflán, al joven que después de aplaudir se marca un par de canciones con el saxofón, sé reconocer que su aplauso es de sincero agradecimiento y eso me resulta emocionante. Sin embargo, cuando pienso en cómo el aplauso individual se ha ido transformando y promoviendo como un evento de masas, me impresiona de expiatorio y catártico de la conciencia social que en la última década ha permanecido impasible sin querer hacerse eco de las dificultades laborales y de las carencias en estructuras e instalaciones sanitarias con las que los profesionales de la salud hemos estado trabajando y venimos reclamando”.

Descargar el artículo DIARIO DE UNA PANDEMIA

Descargar revista Panacea, especial COVID-19

 

 

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